
Día de la Justicia Penal Internacional: Reflexión y resistencia en tiempos difíciles
Tal día como hoy 17 de julio del año 1998, se adoptaba en Roma por la comunidad internacional el Estatuto de la Corte Penal Internacional (la “CPI”), entrando en vigor el 1 de julio de 2002. La justicia penal internacional nació con la intención de garantizar que nadie quede por encima de la ley, especialmente cuando se trata de crímenes atroces como el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad y, más recientemente, el crimen de agresión.
En nuestra historia encontramos siempre referencias y pasajes que asaltan la conciencia colectiva por la crueldad y la barbarie de los hechos. Lo trágico de nuestra historia, es que de la mano de la comisión de los crímenes más graves contra la humanidad caminaba siempre la sombra de la impunidad, relegando a las víctimas a un segundo plano, negándoles la reparación, la verdad y la justicia.
Tras las atrocidades perpetradas durante la segunda guerra mundial, los juicios de Nuremberg y Tokio, y el establecimiento con el transcurso de los años de otros Tribunales Penales Internacionales ad hoc tales como el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia o el Tribunal Penal para Ruanda en los años noventa, cristalizaba en la comunidad internacional la necesidad y la urgencia de configurar un Tribunal Internacional Penal permanente y universal que abanderase la lucha contra la impunidad.
La configuración de la CPI como Tribunal Internacional Penal consolidó una nueva máxima que se gestó durante el siglo XX en el Derecho Internacional Penal y el Derecho Internacional Humanitario: la responsabilidad penal del individuo como sujeto de derecho internacional. Se abría para las víctimas la posibilidad de ser partes del proceso, de ejercer en el ámbito internacional el derecho a la tutela judicial efectiva y de obtener reparación y justicia.
Tales avances en esta materia fueron posibles gracias a la determinación y la convicción de la comunidad internacional que, en palabras del Estatuto de la CPI siempre tuvo presente que, en este siglo, millones de niños, mujeres y hombres han sido víctimas de atrocidades que desafían la imaginación y conmueven profundamente la conciencia de la humanidad.
Sin embargo, al igual que otras instituciones del Derecho Internacional Público, tampoco la Justicia Penal Internacional es extraña a las presiones diplomáticas y los intereses económicos de otros Estados que entorpecen su funcionamiento; y ello, en el caso de la CPI, se une a la imposibilidad de extender su competencia y aplicabilidad más allá de quienes, voluntariamente, se obligan al cumplimiento mediante la ratificación del Estatuto. Estos desafíos, de naturaleza política, jurídica y práctica, reflejan la complejidad del entorno internacional y las tensiones que existen entre soberanía nacional y justicia universal.
Uno de los problemas más visibles es la creciente resistencia de algunos Estados a cooperar con la Corte Penal Internacional. Países que han ratificado el Estatuto de Roma —la base legal de la CPI— se han retirado o han expresado su rechazo a la jurisdicción de la Corte. Un ejemplo reciente es la decisión de Hungría de abandonar la CPI, sumándose a otros Estados que desafían abiertamente la justicia internacional. A este se añade la emisión, por parte de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos, de una orden ejecutiva autorizando sanciones contra la CPI y su fiscal, Karim Khan. La orden establecía que cualquier persona u organización no estadounidense podría ser sancionada si participa directamente en cualquier iniciativa de la CPI para investigar, arrestar, detener o procesar a una persona protegida sin el consentimiento del país del que sea nacional esa persona.
Y lo mismo ocurre con los instrumentos nacionales que, tras incomodar a poderosos estados, han sido objeto de diversas reformas legislativas que han asfixiado su operatividad, poniendo en jaque una vez más el sistema de justicia penal internacional. De esta manera, es cada vez menor la posibilidad una justicia efectiva, lo que genera frustración entre las víctimas y desgasta la percepción de su autoridad.
Asimismo, la propia capacidad operativa de la Corte enfrenta limitaciones presupuestarias, complejidades logísticas y obstáculos en el terreno, que ralentizan o incluso paralizan investigaciones. Estas dificultades no solo afectan el trabajo concreto de la Corte, sino que también generan un riesgo mayor y más peligroso: la pérdida de confianza en las instituciones de justicia penal internacional.
Cuando las víctimas, las comunidades afectadas y la opinión pública internacional dudan de la imparcialidad, la eficacia o la voluntad real de la justicia internacional, se abre un vacío que puede ser ocupado por la impunidad, el autoritarismo y el olvido. Esto a su vez alimenta un círculo vicioso donde la falta de justicia genera más violencia, dificultando aún más la aplicación de la ley.
Además, la pérdida de confianza puede fomentar el escepticismo sobre los valores y principios que defiende la justicia penal internacional: el respeto por la dignidad humana, el fin de la impunidad y la defensa del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos.
Es por ello por lo que cabe preguntarse si, con las atrocidades que una vez más ahogan al mundo, si con indicios más que suficientes para proclamar que se está cometiendo un genocidio que se vende por fascículos con cada telediario, llegará de nuevo el día en que los instrumentos que construyeron el sistema de Justicia Penal Internacional desafíen ataduras que ponen en tela de juicio su operatividad.
Tal día como hoy, 17 de julio, en 1998 se acogió con esperanza la adopción del Estatuto de la Corte. Se ideo un Tribunal Internacional con vocación de universalidad, asentado en los principios de reparación, verdad y justicia; que juzgaría los crímenes más graves contra la humanidad sin distinción ni doble moral y en el que los Estados parte velarían por sus obligaciones de investigar y cooperar en la persecución de los mismos.
Hoy, en conmemoración a aquel día, conscientes de los retos y las dificultades presentes; recordando los deberes de todo estado; y convencidos de la urgencia, una vez más, de la lucha contra la impunidad, hacemos un llamamiento para seguir trabajando por la Justicia Internacional Penal, para que de nuevo, algún día, vuelva a resonar en nuestras conciencias el eco de aquellas loables palabras esgrimidas por la Argentina en relación con la comisión de los crímenes más graves contra la humanidad, para que no se repitan nunca, “nunca más”.
Lorena Ruiz, colaboradora de FIBGAR.