Día Internacional para la Conmemoración y la Dignificación de las Víctimas del Crimen de Genocidio: memoria viva, justicia universal y un compromiso que nos interpela
Cada 9 de diciembre, la comunidad internacional se detiene para recordar a quienes fueron víctimas del crimen de genocidio y para reafirmar un principio esencial: la vida y la dignidad de los pueblos no pueden ser objeto de destrucción. La fecha coincide con la aprobación, en 1948, de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, un instrumento jurídico que nació como respuesta al horror del Holocausto. Esta Convención cuyo texto íntegro puede consultarse en el hipervínculo oficial de Naciones Unidas pronto encontró eco en otras tragedias que marcaron el siglo XX y XXI.
Recordar estos hechos no es un ejercicio académico ni una mirada distante al pasado. Es asumir que el genocidio sigue siendo una amenaza real. Bosnia, Ruanda, los crímenes contra la población yazidí en Irak, la persecución sistemática contra los rohinyá en Myanmar y, de manera urgente y dolorosa, las conclusiones de expertos de la ONU que advierten de un posible genocidio contra el pueblo palestino muestran hasta qué punto la deshumanización puede abrirse paso incluso cuando la comunidad internacional afirma estar vigilante. Todas estas historias comparten una lógica previa al colapso: los genocidios no comienzan con las fosas comunes, sino con discursos de odio, exclusiones legales, silencios cómplices y una erosión lenta pero constante de la dignidad humana.
Las víctimas sobrevivientes, familias, comunidades enteras cargan con heridas que permanecen mucho después de que las armas callan. En Bosnia, miles de familias siguen esperando identificar los restos de sus seres queridos; en Ruanda donde la violencia culminó en el genocidio de 1994, dejando alrededor de 800.000 personas asesinadas las mujeres que sobrevivieron a la violencia sexual siguen enfrentándose a estigmas que el tiempo no ha borrado; entre los yazidíes, madres y hermanas continúan buscando a sus hijas desaparecidas bajo el terror del ISIS. Dignificar a las víctimas es, justamente, mantener viva su verdad: nombrar lo ocurrido, escuchar a quienes han sobrevivido, y asumir que cada testimonio forma parte de una memoria que no puede ser arrasada ni relativizada.
En materia de justicia, los avances han sido significativos, pero las deudas persisten. Los tribunales internacionales han sentado precedentes fundamentales, como el caso Akayesu, el primer juicio por genocidio en la historia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR). En dicha sentencia se reconoció por primera vez que la violencia sexual puede constituir un acto de genocidio, al probarse que estas agresiones se utilizaron como herramienta para destruir a un grupo étnico. Asimismo, la condena de Ratko Mladić, antiguo comandante militar serbobosnio responsable directo del genocidio de Srebrenica, la peor masacre en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, con más de 8.000 hombres y niños musulmanes asesinados y que marcó un hito fundamental en la lucha contra la impunidad. Sin embargo, la impunidad continúa siendo la regla en demasiados contextos. La falta de cooperación de muchos Estados, los obstáculos políticos y la fragilidad de los mecanismos judiciales internacionales dejan a numerosas víctimas sin respuesta. Para ellas, cada año sin justicia no es tiempo pasado: es una forma más de violencia.
Desde la perspectiva de la justicia universal, la responsabilidad de actuar no se limita a los países donde ocurrieron estos crímenes. Allí donde se niega a las víctimas la posibilidad de ser escuchadas, los tribunales de otros Estados pueden y deben contribuir a perseguir a los responsables. Este principio, que ha permitido juzgar crímenes en Argentina, Guatemala o Ruanda desde jurisdicciones externas, sigue siendo una herramienta indispensable frente a la inacción o complicidad de determinados gobiernos. La prevención del genocidio no se garantiza con declaraciones solemnes, sino con instituciones que investigan, procesan y sancionan.
Pero la prevención no se sostiene únicamente con leyes: requiere memoria activa. Los genocidios se incuban en sociedades que normalizan la discriminación y el miedo. La educación, la investigación independiente y la defensa de los derechos humanos son, en este sentido, mecanismos tan relevantes como cualquier alerta temprana emitida por Naciones Unidas. Cuando se degrada la igualdad, cuando se restringen libertades civiles o cuando se criminaliza a comunidades enteras, la señal es clara: la democracia se debilita y las condiciones para la violencia masiva se acumulan.
En este esfuerzo, la sociedad civil desempeña un papel irremplazable. La documentación de violaciones graves, el impulso de la justicia universal, el acompañamiento a las víctimas y la denuncia pública de la impunidad no son tareas accesorias: son pilares de una arquitectura de prevención que no puede quedar a merced de la voluntad cambiante de los Estados. La memoria y la justicia necesitan voces persistentes, voces que se mantengan incluso cuando los gobiernos eligen mirar hacia otro lado, porque es en esos silencios donde los riesgos se vuelven más visibles.
Conmemorar este día es, por tanto, mucho más que un gesto simbólico. Es asumir que ninguna sociedad está inmunizada contra el odio y que prevenir el genocidio exige compromisos concretos: fortalecer instituciones, proteger a las minorías, combatir el discurso de odio, garantizar el acceso a la justicia e invertir en educación y memoria histórica.
El 9 de diciembre nos recuerda que el “nunca más” no puede convertirse en una frase ritual. Es un horizonte de responsabilidad colectiva, un trabajo constante y una obligación moral hacia quienes perdieron la vida y hacia quienes siguen luchando por reconstruirla.
Annalisa Losapio, colaboradora de FIBGAR