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Derecho humanizado pero humanos deshumanizados

Hay decisiones judiciales que iluminan rincones oscuros del mundo y nos obligan a preguntarnos si el derecho todavía es capaz de contener la brutalidad humana. La reciente sentencia del Tribunal de Apelación de Suecia es una de ellas: por primera vez, un tribunal confirma una condena por genocidio basada exclusivamente en la transferencia forzada de niños de un grupo a otro. No es un detalle técnico; es un recordatorio de que destruir un pueblo no exige siempre balas ni campos de exterminio: basta con arrancarle a sus hijos, cortar la continuidad espiritual que los vincula a su comunidad, interrumpir el hilo que une vivos y muertos.

El caso, centrado en crímenes cometidos contra la comunidad yazidí, revela la mezcla de horror y precisión jurídica que caracteriza a los grandes momentos del Derecho internacional. Un ciudadano sueco que se unió a ISIS en 2013 ha sido condenado a doce años de prisión por genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra cometidos contra nueve víctimas yazidíes, seis de ellas menores de siete años. La sentencia abre un camino claro para perseguir en el futuro la transferencia forzosa de niños en conflictos armados, y envía un mensaje inequívoco: incluso en los entornos más desgarrados por la guerra, la responsabilidad individual no se disuelve. La historia jurídica del siglo XX insiste en recordarnos que los crímenes no quedan suspendidos en el vacío; se proyectan en el tiempo, marcan generaciones, afectan el tejido espiritual de pueblos enteros.

Pero el caso también nos recuerda que la justicia suele llegar tarde, cuando ya no puede salvar, sino apenas reparar. En el mundo real, la ley avanza mientras la barbarie corre. Esa carrera desigual vuelve a hacerse visible en las investigaciones que resurgen hoy sobre Sarajevo, donde el tiempo ha sedimentado no solo el horror, sino también el riesgo del olvido. El reloj jurídico y el reloj del sufrimiento rara vez laten al mismo ritmo.

El relato del jubilado bosnio Edin Subasic ha puesto de nuevo bajo los focos uno de los episodios más perturbadores del sitio de Sarajevo: los presuntos safaris humanos. La idea es tan insoportable que cuesta pronunciarla, pero no por ello deja de exigir examen. Según los testimonios, civiles italianos habrían viajado a Bosnia durante los años noventa para pagar y disparar contra civiles indefensos que vivían bajo el asedio más prolongado sufrido por una capital en la historia moderna.

El propio Subasic recuerda haber visto en interrogatorios militares el testimonio de un joven prisionero serbio: viajaba en autobús con un grupo de serbios y cinco italianos equipados con material de caza. Uno de ellos —según contó— no era mercenario, sino “cazador”: alguien que pagaba por la posibilidad de matar.

Es difícil exagerar lo que significa un relato así. Nos obliga a atravesar la fina línea entre la guerra y algo aún más monstruoso: el asesinato como entretenimiento. Si esto se confirma, estaríamos ante una de las expresiones más extremas de deshumanización del siglo XX, una perversión de la guerra convertida en espectáculo privado, en ruptura total de la empatía y de la responsabilidad mínima que permite reconocernos unos a otros como seres humanos.

La antigua alcaldesa de Sarajevo, que siendo niña vivió el sitio en uno de los barrios más castigados por los francotiradores, presentó una denuncia ante la Fiscalía bosnia. Reunió pruebas nuevas, añadió testimonios de miembros de las misiones de paz internacionales y mantuvo la presión para que el caso no se extravíe entre burocracias. Y, sin embargo, más de treinta años después, los testigos fundamentales no han sido escuchados por ninguna fiscalía, ni en Bosnia, ni en Italia, ni ante tribunales internacionales. El tiempo, que debería servir para aclarar los hechos, a menudo se convierte en el mayor aliado del olvido, en una forma silenciosa de revictimización.

Frente a todo esto, el derecho se encuentra en una intersección: debe proteger lo humano en un mundo donde demasiados han demostrado ser capaces de renunciar a su propia humanidad. Y debe hacerlo sabiendo que hay daños que no se salvan solo con sentencias. Un derecho que aspire a ser algo más que una maquinaria sancionadora necesita comprender la profundidad temporal del sufrimiento, su arraigo en la memoria, en la identidad, en los vínculos entre vivos y muertos.

Las comunidades yazidíes saben que la justicia siempre llega después del sufrimiento. Los habitantes de Sarajevo recuerdan fines de semana en que los disparos aumentaban, como si la ciudad fuera un polígono de tiro.

Si queremos un derecho verdaderamente humanizado, debemos aceptar primero que los humanos podemos deshumanizarnos con una facilidad espantosa. No basta con definir crímenes ni promulgar normas; es necesario reconocer que detrás de cada expediente hay vidas fracturadas, lutos inconclusos, heridas que aún supuran décadas después. Y es necesario asumir que la función del derecho no se agota en juzgar: también consiste en preservar la memoria, mantener viva la promesa de que el sufrimiento no quedará sin respuesta, sostener la confianza pública en que la justicia es algo más que un ritual tardío.

La sentencia ofrece una chispa de esperanza: demuestra que, incluso tarde, el derecho puede abrir caminos inéditos para proteger a los más vulnerables. El caso de los safaris humanos nos recuerda, por contraste, lo que ocurre cuando la justicia se demora demasiado: las sombras crecen, los testigos envejecen, las pruebas se dispersan, y la humanidad corre el riesgo de acostumbrarse a lo inaceptable.

Carlos Gil Gandía, Profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales UMU