
¿Viva la libertad, carajo? Democracias amordazadas: libertad de expresión en tiempos de retrocesos autoritarios.
El derecho a la libertad de expresión se presenta como un ápice para el resguardo y la consolidación de las democracias, ya que, por medio de él, se puede proteger, garantizar y exigir el cumplimiento de los demás derechos humanos. A través de sus diversas representaciones –como el derecho a la libertad de prensa, el acceso a la información, el derecho a la protesta, entre otros– se constituye una garantía para la ciudadanía ante el Estado.
Este valor adquiere connotaciones especiales en países que, con democracias representativas muy jóvenes, se caracterizan por poseer poderes judiciales y legislativos que no ofrecen los contrapesos tradicionales suficientes para hacer frente a poderes ejecutivos muy fuertes. Son estas democracias las que se ven normalmente con un riesgo cierto de retroceder al autoritarismo y, en ellas, es la libertad de expresión la que se evidencia como un límite fundamental que permite obtener y difundir opiniones e información, fortaleciendo la sociedad civil y creando posibilidades de participación para los individuos.
Es por ello que, uno de los mayores peligros para la vida democrática se presenta cuando este derecho se ve vulnerado por el Estado, que debería ser su principal garante. Invocando razones de “seguridad nacional”, “orden público”, “veracidad de la información”, entre otras, se adoptan decisiones que atentan gravemente las distintas manifestaciones de este derecho humano, vaciándolo de sentido. Esto supone un silenciamiento que pretende intimidar a las sociedades en su conjunto, es una forma de disciplinamiento social.
Muchos de los gobiernos latinoamericanos actuales siguen estos modelos de ahogamiento de los medios de comunicación, hostigamiento al periodismo, acoso a quien posea una opinión política disímil –para impedir el acceso de la población a ciertas noticias e informaciones– y criminalización de la protesta. Así, se llevan adelante ataques sistemáticos a los comunicadores y medios que presentan algún tipo de crítica a las gestiones de los gobiernos centrales. Donde cualquier opinión contraria reviste la calidad de enemigo; como un claro signo de autoritarismo, la violencia es una constante frente a la discrepancia.
En términos generales, una gran parte de estos gobernantes no necesita ni quiere al periodismo. Para éstos líderes, la prensa crítica constituye un obstáculo que entorpece la comunicación directa con las poblaciones. Es por ello que las redes sociales son para éstos la plataforma ideal. Estas –con sus mensajes de pocos caracteres y gran impacto, personas ocultas detrás de avatares, burbujas filtro que consolidan los sesgos, cámaras de eco y bots que replican fake news constantes– pueden ser fácilmente utilizadas para la desinformación e información manipulada, la creación de sentido común, y para eliminar la discusión racional crítica mediante una discrepancia aparente, ganando popularidad a costa de crear una calculada confusión en las sociedades. De modo que una de las principales estrategias de éstas figuras suela ser el desguace total de los medios de comunicación críticos; lo que termina acentuando la vulneración del derecho colectivo de la ciudadanía a ser informada y conocer la expresión del pensamiento ajeno.
En consonancia con ello, el derecho a la protesta –que se inserta en el orden público primario y hace posible el juego democrático al ser una herramienta esencial para la participación política y la expresión ciudadana–, también se ha visto cercenado. En Latinoamérica, se ha evidenciado durante los últimos años un aumento de legislaciones que propenden a la criminalización de la protesta y que habilitan la represión de la misma a través de estrictos protocolos de seguridad. Estas se han constituido como un claro medio para amedrentar a una población que incomoda y desestabiliza, así como un instrumento aleccionador que busca desincentivar y desautorizar cualquier intento de manifestación.
Una demostración cabal de lo mencionado previamente son los datos que han verificado distintos organismos. Según el Latinobarómetro del año 2024, un 66% de las personas en la región no dice lo que piensa en política y un 56% opina que tienen consecuencias negativas cuando expresan en forma pública opiniones, de esa manera el 44% de las personas elige no hacerlo en público, sólo un 9% lo hace en redes sociales y un 4% en manifestaciones o protestas. Sumado a esto, el índice IDEA 2025 confirma que en América Latina los declives en la libertad de prensa están contribuyendo a un debilitamiento del espacio cívico. Por su parte, Reporteros Sin Fronteras en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa 2025, ha indicado que el periodismo se enfrenta a retos estructurales y económicos persistentes en la región –concentración de los medios de comunicación, fragilidad de los servicios públicos de información y precariedad de las condiciones laborales–. Evidenciaron que 22 de los 28 países latinoamericanos registran descensos en su indicador económico, y que, la presión financiera lleva a algunos medios de comunicación a ponerse al servicio de intereses políticos o comerciales, o incluso difundir comunicados oficiales. A su vez, se puso en relieve que, a causa de los entornos hostiles, la autocensura se convierte en un reflejo de supervivencia para muchos otros medios. A pesar de ello, se ha confirmado que los retrocesos más significativos en la región también se explican por los giros autoritarios de los gobiernos centrales, casos como el de Argentina (87º), Perú (130º), El Salvador (135º) y Nicaragua (172º), son ejemplos de ello.
Pero esto no es algo nuevo en una Latinoamérica donde durante el Siglo XX se sucedieron cíclicamente procesos similares, es el fantasma de la regresión autoritaria que aún acecha. En este sentido, si bien cada país ostenta sus propias particularidades, la referencia exterior de las mutaciones políticas y sociales de la región es importante, porque ejercen su influencia y, en muchos casos, algunas de sus características son tomadas de modelo por otros gobernantes.
En muchos de estos casos vemos cómo la libertad de expresión solo importa si es un periodismo afín a los intereses de la figura gobernante. Como mencionaba Anne Applebaum, se trata de aquellos clercs que renuncian a su compromiso con la verdad objetiva, piezas clave en el engranaje de estos gobiernos que requieren de su colaboración intelectual para justificar y consolidar sus nuevas narrativas. Paradigmas que, en realidad, no son más que viejos debates teñidos de una retórica nostálgico-reparadora, que aguardaban, hasta ahora, a verse exacerbados por las circunstancias o el azar. La tan pregonada “guerra cultural” trae consigo la necesidad de dar por tierra muchas de las libertades sociales, una gran contradicción cuando la mayoría de estos gobiernos se autoidentifican como los defensores de la verdadera “libertad”. Una libertad que poco tiene que ver con lo que pregonan la mayoría de nuestras cartas magnas, los tratados internacionales y los estandartes del pensamiento moderno, y mucho más que ver la Policía del Pensamiento de Orwell (1984), que busca reescribir la historia para adaptarla a lo que éstos nuevos partidos consideran la verdadera versión de los hechos. Una nueva forma de hacer política caracterizada por la posverdad, una continua y sistemática manipulación de la realidad para satisfacer intereses políticos específicos, verdades alternativas que se sienten como tales, terminan haciendo parte de la identidad de las personas y se presentan como crítica en nombre de la libertad. Estas, a diferencia de las mentiras y los bulos del pasado, ponen en el campo de batalla a toda la realidad factual, garantizando que –como pretendieron los modelos del siglo XX– ya nadie crea en nada.
Dentro de una sociedad democrática es necesario que se garanticen las mayores posibilidades de circulación de noticias, ideas, opiniones, así como el más amplio acceso a la información por parte de la ciudadanía en su conjunto; no hay democracia sin libertad de expresión y protesta social porque éstas son la manifestación de la desconfianza. Contrariamente a garantizarlo en la región se trasluce la profundización de proyectos en los que todo lo que no es afín a la opinión pública oficial es atacado y reprimido. En ese sentido, suele afirmarse que la necesidad de implementación de estas medidas es inseparable de las políticas económicas, sociales y culturales que vienen a acompañar, solo de esa manera ciertos gobiernos pueden mantener la ilusión de una gran mayoría avalando sus decisiones.
Los regímenes políticos van y vienen, pero los malos hábitos permanecen, escribía Ignacio Silone en La elección de los camaradas. Esperemos que este nuevo-viejo habitus del silenciamiento del otro, no termine cristalizado en nuestros presentes. Que el mundo latinoamericano en expansión que comenzamos a vislumbrar luego de las dictaduras del siglo XX sea el que prevalezca, que los derechos más esenciales para la vida en democracia sean respetados, que decir lo que uno piensa no sea un problema, que la desinformación y la sobreinformación no nos consuma.
Federica Carnevale, colaboradora de Fibgar.
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