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70 años después, más vigente y necesaria que nunca

Este año que termina ha estado cargado de efemérides para los Derechos Humanos: veinte años de la creación de la Corte Penal Internacional, veinte años de la detención de Pinochet en aplicación del Principio de Jurisdicción Universal, cuarenta años de la Constitución Española, y ahora, setenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Ninguno de estos acontecimientos fue fruto del azar ni una concesión graciosa de una autoridad o Estado o grupo de Estados, sino una conquista gracias al esfuerzo de muchas personas. Todas ellas tuvieron que luchar contra el concepto Soberanía estatal, concebido desde sus inicios en términos absolutos, que se mantuvo vigente hasta la creación del Tribunal de Núremberg y la adopción de la Declaración Universal, y que posteriormente siguió siendo reivindicado como en el caso Pinochet o como pretexto para no ratificar el Estatuto de la Corte Penal Internacional.

Después de la Primera Guerra Mundial, en 1933, en una sesión del Consejo de la Liga o Sociedad de las Naciones, en la que se atendía la queja de un judío en contra de Alemania, Goebbels, Ministro de Propaganda del régimen Nazi, afirmó: “Somos un Estado soberano y lo que ha dicho este individuo no nos concierne. Hacemos lo que queremos de nuestros socialistas, de nuestros pacifistas, de nuestros judíos y no tenemos que soportar control alguno ni de la Humanidad ni de la Sociedad de las Naciones”. Tras el desastre de la Segunda Guerra y el Holocausto, el mundo tuvo meridianamente claro que la soberanía estatal debía ser limitada. Actualmente la soberanía encuentra su límite en el respeto de los Derechos Humanos y, para garantizarlos, se han creado una serie de mecanismos internacionales de protección de la persona humana: Tratados de Derechos Humanos tanto generales como especiales, declaraciones y principios, comisiones, comités, grupos de trabajo, relatores especiales, Tribunales de Derechos Humanos hasta llegar a la Corte Penal Internacional. Todo este edificio de libertades y derechos partió un día 10 de diciembre de 1948, setenta años atrás.

La aprobación de la Declaración Universal no fue un proceso sencillo. Nunca estas iniciativas lo son, ni menos una de tal envergadura. El trabajo comenzó en 1946 con un comité de redacción integrado por representantes de varios países, que al poco tiempo fue ampliado para incluir la visión de otros contextos políticos, religiosos y culturales. Después el texto fue debatido en un Comité de Redacción en el seno de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, comité que estuvo presidido por Eleanor Roosevelt. A ella y a un grupo de mujeres menos conocidas y que este año Naciones Unidas ha tenido a bien reconocer y homenajear, les debemos que la Declaración utilice un lenguaje que no diferencia entre hombre y mujer, salvo excepciones expresas destinadas a equiparar los derechos de unas y otros.

Originalmente la Declaración Universal fue concebida sin carácter vinculante, pero a través del tiempo su constante invocación unido a la opinión jurídica dominante, la transformaron en costumbre internacional e incluso en norma imperativa o de ius cogens.

Este año la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, acertadamente ha señalado que este trabajo iniciado hace setenta años atrás «está muy lejos de acabar», y ha destacado la virtud que ha tenido la Declaración Universal de adaptarse a los nuevos desafíos de la humanidad, como la lucha contra la discriminación de las minorías, el cambio climático, la protección de la privacidad en la era digital, entre otros. Y es que la Declaración Universal recogió por primera vez con alcance universal un concepto esencial, amplio y flexible, que es el fundamento y finalidad de todos los derechos humanos, el concepto de dignidad de la persona humana. Todos los seres humanos comparten la misma dignidad, todos, hombres y mujeres, ricos y pobres, civiles y uniformados, nacionales y extranjeros, personas con discapacidad, con una orientación sexual diferente, niñas y niños, adultos, ancianas y ancianos, en fin, todos y cada uno de los seres humanos que habitamos el planeta.

Desgraciadamente, no solamente debemos ocuparnos de los nuevos desafíos para los Derechos Humanos, sino que aún hoy tenemos que invocar la Declaración en su sentido más originario, en defensa de la vida, de la integridad física y psíquica de miles de personas en el mundo que aún siguen siendo ejecutadas, desaparecidas, torturadas e ilegalmente privadas de libertad, o siguen siendo sistemáticamente discriminadas y deliberadamente marginadas. La base de Guantánamo sigue existiendo y operando, por ejemplo, y hemos visto cómo setenta años después se vuelve a recurrir al discurso del odio y el miedo, dando réditos políticos a quienes lo promueven incluso con noticias falsas en las redes sociales y en la prensa más establecida, sembrando así el rechazo al diferente, mientras se enarbola nuevamente la bandera de la Soberanía estatal absoluta.

Desde FIBGAR trabajamos día a día por los Derechos Humanos, por los desafíos de hoy, pero también por los de siempre. Por la memoria histórica en España, por la Jurisdicción Universal, la tipificación del ecocidio a nivel internacional, la prevención de la corrupción (que más tarde o más temprano acarrea la violación de derechos y libertades) y por la educación en Derechos Humanos, probablemente la mejor forma de prevención hacia el futuro.

El día 12 de diciembre hacemos entrega a la autoridad competente, junto a la plataforma de la cual formamos parte, de las orientaciones para la constitución de una Comisión de la Verdad en España, para que se esclarezcan, cuarenta años después, las violaciones a Derechos Humanos cometidas durante la Guerra Civil, la dictadura y los primeros años de la transición, se reconozca a las víctimas y sean reparadas.

Sí, Michelle Bachelet tiene razón, el camino recorrido «está muy lejos de acabar» y la Declaración Universal, setenta años después, está vigente y sigue siendo más necesaria que nunca.