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Emergencia climática

En 2019, la Amazonia ardió en llamas ante los ojos de todo el mundo. La destrucción del llamado ‘pulmón del mundo’ se convirtió en un signo de la degradación de la tierra. La destrucción de los ecosistemas terrestres se ha convertido en uno de los principales problemas globales. La deforestación no parece tener freno, las áreas protegidas no son las que albergan mayor diversidad biológica y cada vez son más las especies que se declaran en peligro de extinción. La degradación de la tierra tiene como consecuencia la infertilidad del terreno – que a su vez pone en peligro la seguridad alimentaria –, contaminación de lagos y ríos, peligros ambientales, y es una variable que contribuye al cambio climático, a la vez que el mismo cambio climático la acelera. Actualmente, según Naciones Unidas,  unos dos mil millones de hectáreas de tierra se encuentran en estado de degradación, poniendo en riesgo a miles de especies y a alrededor de 3,2 mil millones de personas.

El Objetivo 15 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible consiste en “proteger, restablecer y promover el uso sostenible de los ecosistemas terrestres, gestionar sosteniblemente los bosques, luchar contra la desertificación, detener e invertir la degradación de las tierras y detener la pérdida de biodiversidad”. A pesar de la urgencia de poner fin a la destrucción de ecosistemas, la mayoría de los estados se encuentran muy lejos de cumplir con los objetivos establecidos.

Uno de los principales problemas que amenaza la fauna es el tráfico de animales salvajes. Sus consecuencias son potencialmente peligrosas tanto para los ecosistemas en los que habitan, como la población humana, que puede verse expuesta a enfermedades infecciosas e incluso mortales. La pandemia COVID-19 ha sido un claro ejemplo de los efectos que puede tener el tráfico ilegal de animales salvajes: se sospecha que el coronavirus fue transmitido a través del pangolín, el mamífero más traficado del mundo y cuyo riesgo va en aumento.

La degradación de la tierra es otro de los retos que hay que afrontar con urgencia debido a que, según The Global Environment Facility (GEF), afecta a un quinto del planeta y se extiende a un ritmo alarmante: 24 mil millones de tierra fértil al año. Se define como el deterioro o pérdida de la capacidad productiva del terreno para el presente y el futuro y es consecuencia de actividades como la deforestación, ganadería y sobrepastoreo, prácticas agrícolas inadecuadas, entre otros. La degradación no solo es un factor que contribuye a la aceleración del cambio climático, ya que la degradación del terreno libera carbono y óxido nitroso a la atmósfera, sino que deja sin medios de subsistencia a pequeños granjeros, comunidades rurales y regiones empobrecidas.

La pérdida de la biodiversidad debe remediarse con acciones inmediatas, antes de que sus consecuencias sean irreversibles. Sin embargo, estamos muy lejos de alcanzar los objetivos de 2030 para llegar a los niveles deseados de protección de la biodiversidad. La falta de sostenibilidad de las técnicas de gestión de los bosques, a pesar de los esfuerzos para mejorar, pone en riesgo a millones de hectáreas de terreno boscoso. Peor aún, más de la mitad de las zonas determinantes para la conservación de la biodiversidad siguen desprotegidas y, cada vez más, se ralentiza el progreso.

Desde FIBGAR, hemos trabajado junto a Stop Ecocidio, organización fundada por la ambientalista Jojo Mehta y por la jurista ya fallecida Polly Higgins, para frenar esta situación, focalizando nuestros esfuerzos más recientes en una definición de ‘ecocidio’, para lo cual fue convocado un Panel Internacional de Juristas Expertos, cuyo trabajo ya ha sido concluido el pasado 22 de junio. Ahora, que ya existe la definición, toca aunar apoyos y voluntades de los Estados para su reconocimiento como crimen por la Corte Penal Internacional, algo que en opinión del Secretario General de Naciones Unidas, Antonio Guterres, sería algo altamente deseable.

María Barrachina Ortega, colaboradora de FIBGAR.