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Orgullosos del orgullo

Selma Gil Díaz. Abogada de FIBGAR.

Madrid, 27 de de Junio de 2015. Una pareja de homosexuales de procedencia italiana disfruta de una de las playas paradisiacas de la isla de Menorca. De repente, son increpados por un hombre que sentía molesto por la presencia de la pareja llegando, incluso, a amenazarlos con el palo de una sombrilla. La familia del personaje homófobo huyó avergonzada, pero éste continuó con las amenazas. Sin embargo, dos mujeres salieron en defensa de la pareja al grito de «¡Sinvergüenza!», algo que provocó la huida del susodicho, rompiendo toda la playa «en un enorme y espontáneo aplauso de apoyo, felices de que ese amasijo de intolerancia insensata dejase libre un espacio compartido hasta el momento con la más absoluta tranquilidad«.

El día del orgullo gay oficialmente conmemora en muchos países del mundo (en otros puede conllevar la pena de muerte) el comienzo de la lucha contra la discriminación de los homosexuales. El día 28 de junio de 1969 un grupo de policías entró en el bar gay Stonewall Inn, del ya mítico barrio de Greenwich Village (Nueva York, EE. UU.) con una actitud vejatoria. Los asistentes, con poco sentido del humor tras la muerte de Judy Garland, hicieron frente al abuso de los policías, desatándose un enfrentamiento y posteriores disturbios que se prolongaron durante tres días. A raíz de este acontecimiento comenzó la lucha de los colectivos homosexuales con el objetivo de recuperar sus derechos, su orgullo y su derecho a vivir fuera del ostracismo al que el mundo les tenía relegados. Y cuando alguien reconquista sus derechos y libertades, toda la humanidad sale beneficiada y el mundo es un poquito más justo.

Y es que es una lucha que nos concierne a todos. Hoy es posible que nadie recuerde la «Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social», en vigor hasta 1995, empleada por el régimen de Franco para castigar a aquellos que se encontraran en uno de los 15 estados «peligrosos» que la ley enumeraba, como el de los «vagos habituales», los que realizaran » actos de homosexualidad» o los «menores de 21 años abandonados por la familia y moralmente pervertidos». La pena para estas personas era el encierro en centros de custodia o trabajo «adecuados a su personalidad», aislarles en casas de templanza o bien desterrarles de un determinado territorio. En enero de 1979 se eliminaron los artículos referentes a «los actos de homosexualidad», gracias a la lucha de los colectivos homosexuales, cuyos esfuerzos también acabaron con la noción de «escándalo público» ligada al topless o a la demostración de afecto por parte de parejas en público. Hoy parece tan impensable esta ley, como impensable parecía que España se convirtiera en un país más «decente» cuando reconoció, hace una década, los derechos de los homosexuales al matrimonio.   Una polémica ley, la más igualitaria entre las que ya existían en este sentido (sin distinción del matrimonio entre personas del mismo o distinto sexo) y no siempre apoyada por todos, pero que ha tenido una gran acogida y apoyo social. Un hito de la envergadura del reconocimiento del voto a las mujeres y gracias al que hoy podemos aplaudir más de 40.000 matrimonios.

Es frecuente escuchar las protestas de aquellos que no entienden que se dedique un día a esta causa, pues los heterosexuales no salen a celebrar lo satisfechos que están de sus relaciones con personas del sexo opuesto. Pero quizá esto es así porque en ningún Estado del mundo ser heterosexual ha sido una condición para ser despreciado, humillado, discriminado, vejado, incluso torturado y asesinado. En cambio, ser homosexual en 75 de estos mismos países no sólo conlleva el escarnio público, sino que está perseguido por Ley, y su pena, en seis de ellos, es la muerte. Y no vayamos a pensar que esta persecución es exclusiva de los regímenes dictatoriales. No son pocos los países donde, a pesar de las conquistas, a pesar de la igualdad legal, no existe ni mucho menos una igualdad efectiva. La primera historia, acaecida en España, lo ilustra.

Queda aún mucho para alcanzar esta igualdad y para hacerlo es necesario que todos estemos orgullosos – ¡y gritemos y celebremos! – de los logros conseguidos hasta el momento, de la lucha que aún debe continuar, de la dignidad intrínseca de cada ser humano sin que su sexo, orientación sexual o identidad sexual determine condición alguna a sus derechos y libertades.