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Relato IV. En nuestro propio nombre: Contando la verdad silenciada

La mayoría de los hijos ingresaron en Auxilio Social y fueron puestos «a disposición de la Junta de Protección de Menores». La turbación en prisiones fue enorme. «No sabes dónde van, no sabes qué van a hacer con ellos, no están con la familia, son niños pequeños, no pueden hacer ninguna protesta de nada. Angustiaba que se los llevase el Estado, había miedo al Estado, de lo que pudieran hacer». El desconcierto y el miedo que a partir de la orden de marzo imperaron en las cárceles procedían de la percepción de los hechos y noticias, de la evidencia de una intencionalidad doctrinaria y de la desconfianza hacia la autoridad por su práctica brutal.

La precariedad económica, la dispersión familiar, la desaparición y encarcelamiento de padres y familiares, empujaron a algunas de aquellas mujeres hacia la beneficencia destinada a los presos y gestionada por el Patronato de la Merced. Una presa razonó con claridad el motivo: «Pensar en los hijos abandonados en la calle era otro aspecto abrumador». El grueso de mujeres detenidas y encarceladas, tanto anteriores como posteriores, pertenecía a las clases menos favorecidas: eran trabajadoras y, por tanto, sus redes de parentesco muy débiles, a menudo con la familia próxima diezmada por la guerra y la represión, o dispersa en el exilio. Era un tipo peculiar de indigencia. Su capacidad de defensa era pequeña porque sus recursos familiares y económicos para afrontar la situación de los hijos recién nacidos en prisión eran mínimos.

Sus hijos fueron habitantes de una zona de riesgo de pérdida familiar. En primer lugar, por la entrada, nacimiento o permanencia en prisión junto a sus madres. Pero también, como veremos, cualquier relación de parentesco con detenidos o exiliados les instaló en la zona de pérdida y les hizo susceptibles de desaparición. Sin embargo, la ruta más común que recorrieron los hijos de las presas al rebasar los tres años fue otra: el ingreso directo desde la cárcel al Auxilio Social y los centros benéficos del Estado y la Iglesia. «Te los dejaban tener hasta los tres años, luego se los llevaban al asilo y no los veías más». En los presidios no siempre se consultó a las madres, y en ocasiones fueron simplemente arrebatados.

La resistencia de las presas a entregar los hijos a la red de beneficencia del Estado generó situaciones extremadamente tensas en las cárceles, especialmente entre las mujeres condenadas a muerte que habían ingresado con sus hijos, o en aquellas que lo habían hecho estando embarazadas, muchas de ellas a causa de violaciones en los interrogatorios. ¿Qué hacer con los hijos fruto de una o múltiples violaciones perpetradas en comisarías o incluso en alguna cárcel? […].

La situación no se localizó en un solo presidio, sino en la mayoría de ellos, en Predicadores, Les Corts, Amorebieta, Albacete, Málaga…

En Saturrarán una de las niñas encarceladas recordaba el ingreso «de bastantes mujeres embarazadas de falangistas o soldados que las habían violado. Algunas mujeres recomendaban a una de ellas que perdiera el hijo, pero ella respondía que al fin y al cabo también era hijo suyo. Aparte de esa mujer concreta, había más. Probablemente fueron a asilos». En ocasiones el tema se complicaba por estar la embarazada condenada a muerte. La ley prohibía el fusilamiento durante la gestación (aunque veremos que en ocasiones este principio no se mantuvo), por lo que permanecían confinadas en la galería de penadas a muerte hasta el parto y posteriormente eran fusiladas casi de inmediato […].

Habitualmente, los hijos que permanecieron en la cárcel con su madre hasta la ejecución fueron directamente entregados a centros religiosos o del Estado, a pesar de la negativa explícita de las madres. El sacerdote capuchino G.E. dejó constancia de ello y de mucho más en sus memorias inéditas, escritas en la prisión de Torrero, durante el tiempo que ejerció como capellán de aquella cárcel, un testimonio ejemplar y contundente de los procedimientos y sucesos en el mundo penitenciario. G.E., cuyo nombre civil era M.Z.I. (1880-1974), redactó sus memorias basándose en los diarios que escribió durante su permanencia en Torrero «transcribiendo al pie de la letra los diálogos que con los presos mantenía. Cualquiera que sea la suerte reservada a estas páginas, ruego y agradeceré que no dude de la rectitud de mi intención». Lo cierto es que constituyen el mejor relato sobre la vida carcelaria de los primeros años de la dictadura, de los fusilamientos de hombres y mujeres, y de la incautación de sus hijos por religiosas sin autorización de las madres. Contempló, por ejemplo, el caso de tres mujeres condenadas a muerte:

«Las dos primeras tenían, en la cárcel, en sus brazos, una criatura de un año de edad cada una o poco más. Eran hijas suyas: “¿Y qué van a hacer con las dos criaturas?”, pregunté. Me contestó alguien que ya habían sido llamadas dos religiosas a la prisión para que las llevaran, pero la faena de arrebatarles las hijas no era tan fácil como suponían […]. Oí gritos desgarradores: “Hija mía… ¡No me la quiten! ¡Me la quiero llevar al otro mundo!”. Otra exclamaba: “¡No quiero dejar a mi hija con estos verdugos! Matadla conmigo, hija de mi alma… qué será de ti”. Y otras frases de ese estilo. Entretanto se había entablado una lucha feroz: los guardias que intentaban arrancar a viva fuerza las criaturas del pecho y brazos de sus madres y las pobres madres que defendían sus tesoros a brazo partido […]. Puede suponer cualquiera cuál era mi estado de ánimo al oír llorar a las criaturas que no querían salir de los brazos de sus madres y que se espantaban al ver a los guardias […]. Jamás pensé que hubiera tenido que presenciar escena semejante en país civilizado».

En otra ocasión, al sugerir al juez que no podía mandar a fusilar una joven embarazada, la respuesta fue contundente: «¡Si por cada mujer que se hubiese de ajusticiar se había de estar esperando siete meses! Ya comprenderá usted que eso no es posible…».

Las noticias sobre las cárceles de Zamora eran parecidas: «El primer síntoma de que ellas iban a ser conducidas al verdugo era que les arrancaban su hijo recién nacido. Una madre a la que le retiraban su hijo tenía pocas horas de vida».


La cifra de 12.000 niños y niñas ingresados en centros públicos y religiosos que en 1944 proporcionó el Estado, como prueba de una misericordia infinita, se formó por esos caminos encubiertos en leyes de protección infantil. Pero no sólo por ellos, hubo otros. Senderos ilegales, ocultos, que cruzaron todos los exilio
La violación de los derechos humanos fue tan exhaustiva como lo permitieron las posibilidades del Estado. Sus actos no fueron esporádicos, ocasionales o accidentales, sino sistemáticos. El elemento esencial no fue la desaparición civil [de las madres y sus hijos M.B.]. Lo relevante y genuino fue la «proscripción civil» que durará toda la vida: un «hijo de roja, un hospiciano del Auxilio Social o de un convento, serán siempre portadores del estigma

El olvido de las madres solteras, de las mal malcasadas, de mujeres vulnerables e indefensas. Todas inocentes del espacio de impunidad donde fueron a parir y que aún perdura en el tiempo… (M.B.)».

V.-N. lo describió de maravilla: «Y legarán a sus hijos un nombre infame: los que traicionan a la patria no pueden legar a la descendencia apellidos honrados».
La pérdida y desaparición fue resultado de la purificación pública del país, es decir, de la depuración que el Estado consideró necesario establecer […]. Fue el Nuevo Estado quien constituyó la institucionalización del proceso legal, administrativo y burocrático que facilitó las desapariciones, especialmente desde las cárceles de mujeres.

Por ese motivo la singularidad —y perversidad— construyó una culpa pública e histórica, la redención de la cual tan sólo era posible sufriendo y participando en la obra del Estado, convertido en redentor con la inestimable, desinteresada e imprescindible ayuda de Dios. E.S. describió con exactitud las consecuencias de todo ello, aplicables a cualquier situación:

«Despojados de su identidad y arrebatados a sus familiares, los niños desaparecidos constituyen y constituirán por largo tiempo una profunda herida abierta en nuestra sociedad. En ellos se ha golpeado a lo indefenso, lo vulnerable, lo inocente, y se ha dado forma a una nueva modalidad de tormento».
«M.B. describe con dolor y desde su propio recuerdo vivo como, en una mesa de paritorio, la sedaron para que la voluntad abandonara su mente y se convirtiera en un juguete roto, en manos de los que tenían el poder de mutilar su vida para siempre, arrancando a su hija de sus entrañas para no verla nunca jamás».

«Falta una semana para salir de cuentas y cumplir los nueve meses de mi embarazo. Todo está preparado en casa de mi madre. En mi habitación la cunita está dispuesta con las sábanas, la ropa del bebé está lista y el bolso preparado para ir al hospital. En definitiva, todo está ultimado para la llegada de mi criatura, lo estoy deseando. Ha sido muy duro enfrentarme al qué dirán, pues no es fácil ser madre soltera tan recién terminada la dictadura. Aún se dilapida verbalmente a las mujeres que nos atrevemos a tener a nuestro hijo solas. Pero aún y así merece la pena pelear por lo que es importante, lo que una quiere, y lo que yo quiero es a mi bebé y lo voy a tener.»

Ana, está sufriendo, no ve la escalera que la hace subir a una habitación que compartirá con otras mujeres. Su suerte está echada. Parirá una hija muerta, eso le ha dicho el médico, que su bebé a punto de cumplir los nueve meses de gestación está muerto, es un cadáver dentro de su vientre.
Ana siente que en este momento es el féretro de su propia hija, que porta dentro de sí algo muy querido y esperado, pero todo se convierte en una negra y triste historia, que antes fue de esperanza y alegría, el nacimiento de su primera hija […].
(De la novela, “Antes de Morir Quiero”).


MADRES DESAPARECIDAS, MUJERES OLVIDADAS
“Contando la verdad silenciada”

8 de noviembre del año 2020
Consultar fuentes: Bebés Robados desde 1936