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Relato IX. En nuestro propio nombre: Contando la verdad silenciada

El artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.

La madre adoptiva de D.R. es una mujer valiente. Es una de las pocas que, una vez destapada la trama de robo de niños y adopciones irregulares, ha accedido a contar su experiencia públicamente. En su caso acudió, en 1981, por recomendación de unos amigos, a ver a una monja que decían que «daba niños«, […]. «Sor M. nos dijo que para que ella nos diera a un niño nosotros teníamos que llevar a otra mujer embarazada a cambio y que ella nos entregaría el de la madre que hubiese llevado otro matrimonio. Cuando yo le pregunté por qué no podía quedarme yo con el de la embarazada que tenía que llevarle, dijo que lo hacían así para que las madres no tuvieran pistas y no dieran la lata buscándolos«. […] «Cada dos o tres días llamaba a sor M. para ver cómo iba la cosa. Supongo que ella nos investigó antes de entregarnos al niño. Hasta que un día me informó: «Ha habido un parto gemelar de dos niñas, y otro de un varoncito. Había pensado que el primero que me llamara le daría el varoncito. ¡Y sois vosotros!» Parecía una tómbola. Luego me enteré que las gemelas se las había quedado un matrimonio de Málaga. La monja nos anunció a mi marido y a mí: «Vengan mañana a por él y traigan el dinero. Son 50.000 pesetas por los gastos del parto». Tengo papeles de todo, menos de aquella factura», relata C.

Para su sorpresa, cuando llegaron a la clínica Santa Cristina, donde trabajaba sor M., ésta les condujo a otro hospital, el de San Ramón, donde había nacido el niño. «Allí nos recibió el doctor E.V., nos contó que la madre era una chica joven y sana y que el niño era prematuro y por eso había tenido que estar un día en la incubadora, que nos cobraron aparte. También nos dijo que teníamos que ir a ver a M.V., una asistente social, para que nos arreglara los papeles. Nada nos pareció raro. Todo nos parecía maravilloso«.

A los tres meses, el doctor E.V. telefoneó al marido de C. y le dijo que tenía que llevarle unos documentos. «Al llegar a la clínica, V. abordó a mi marido y le urgió: «Aquí no». Y lo llevó a su coche. Le dijo que las aguas estaban muy revueltas«. Y tanto. Por aquellos días se había producido una redada por compraventa de niños que salpicaba a la clínica San Ramón. E.V. ni siquiera fue interrogado. La investigación policial se cerró rápida y sorprendentemente sin ahondar más. «Recuerdo que con aquello de la redada me llamó una amiga mía y me dijo: «¿Te has enterado de esto? ¿Tendrás algún problema tú?’ Yo le contesté que no, que tenía todos mis papeles en regla, con notario y todo, y que aquello no iba con nosotros. ¿Cómo iba a pensar yo…? En aquel momento no sospeché nada. Hoy no sé qué decir«, relata. «Nada me parecía raro. Sor M. era una de las vías que había para adoptar un niño y cuando quieres una cosa, vas a por ella hasta conseguirlo«.

La respuesta al por qué no hubo un cese inmediato de los robos de niños y de la usurpación de la identidad de miles de mujeres como madres, tiene relación con la ausencia de ruptura con una determinada estructura de poder después de la muerte del dictador. No hubo un cambio total ni de actitudes ni de actuaciones. No existió renovación en los estamentos que necesariamente tendrían que haber sido democratizados y que, sin embargo, permanecieron anclados en mucho de los escenarios de la etapa anterior.

Los cargos que muchas personas mantuvieron durante la dictadura los siguieron manteniendo durante la transición y la democracia, por lo que los presuntos implicados pudieron seguir actuando año tras año con total impunidad.

Las etapas de las que se ha hablado a lo largo de los anteriores relatos no son episodios aislados de nuestra historia, sino que todas se relacionan a lo largo de una misma línea temporal cuyo hilo conductor es la impunidad en determinadas pautas criminales y que llega hasta épocas muy recientes, debido a la ausencia de una ruptura profunda con algunos ambientes sociales de distintas raíces y de un tiempo que no se ha podido cerrar todavía, igual que las heridas que produjo.

No había que dejar rastro. Se asignaron números en lugar de nombres, se omitió a los padres biológicos: eran “desconocidos”. Se suplantó a la madre biológica por la adoptiva, que quedaba registrada como parturienta. Los documentos aparecen en los hospitales, casas cuna, registros civiles y en los archivos de la Iglesia, y aquí es donde surge el problema. Actas de entrada y salida, partes de incubadoras, bautismos, cualquier documento arroja algo de luz, su ausencia también. Muchas veces ni siquiera coinciden las fechas. Pero como en una investigación cualquiera, todo tiene un sentido. Muchos afectados ya saben descifrar el jeroglífico. V.H., gracias a que tacharon mal su verdadero nombre en uno de los legajos, ha podido tirar del hilo 50 años después.

Esta situación, a pesar de lo terrible que puede parecer hoy día y de que a la gran mayoría de los ciudadanos les puede resultar casi inverosímil, lo cierto es que presuntamente ocurrió y tuvo un claro carácter sistemático, preconcebido y desarrollado con verdadera voluntad criminal, para que las madres de aquellos niños a las que no se les consideraba idóneas para tenerlos porque no encajaban en la nueva sociedad, no pudieran volver a tener contacto con ellos. De esta forma se propició una desaparición “legalizada” de las madres y sus hijos, con pérdida de sus identidades; ellas como madres biológicas y sus bebés como hijos inscritos falsamente como biológicos de quien no los parió, cuyo número indeterminado dura hasta la fecha.

Corresponde al Poder Judicial la obligación de investigar el alcance delictivo de unos hechos que, por su carácter permanente y contextualizados como crímenes contra la humanidad, hasta el día de hoy no están prescritos ni amnistiados y sus víctimas (los hijos, sus madres y el resto de las familias biológicas) podrían estar vivas, y por ende sus efectos seguirían perpetuándose sobre éstas, ante la inacción de las instituciones del Estado.

Estos son los hechos y desde las Instituciones, específicamente el Ministerio Fiscal y los jueces competentes se deben desarrollar todas y cada una de las acciones necesarias para que los mismos se investiguen, se sancione a los culpables y se repare a las víctimas o se ofrezca la posibilidad de que aquellos que están vivos puedan obtener la recuperación de su identidad.

Olvidar esta realidad por más tiempo y poner trabas a la investigación sería tanto como contribuir a la perpetuación de los efectos del delito y ello, además de injusto, sería cruel para las víctimas y contrario a los más elementales derechos humanos de toda la sociedad española y de la comunidad internacional.

El Poder Judicial, ante este caso, se enfrenta a un reto único e insoslayable: setenta años de olvido no deben ni pueden inducir al juez y tribunal competentes a incumplir con el mandato constitucional (artículo 117 de la Constitución Española) de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y el artículo 1.7 del Código Civil según el cual “los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver, en todo caso, los asuntos de que conozcan atendiendo al sistema de fuentes establecidas”. No hacerlo así podría incluso llegar más allá de una simple falta de responsabilidad moral, y esa obligación no puede ser sustituida con el recurso a la Ley de Memoria Histórica que, siendo compatible con la investigación penal, no puede ocupar su lugar.

Las cuestiones que se plantean y deben ser resueltas en este momento, son las siguientes:

1. Si existe, como se afirma en el auto de 16 de octubre de 2008, la figura penal de múltiples detenciones ilegales sin dar razón del paradero de las víctimas, desarrolladas en forma sistemática, tanto de personas que previsiblemente se hallan muertas pero de las que nunca se han ofrecido datos oficiales sobre su paradero, como de víctimas que todavía viven, y cuya identidad real se desconoce o conociéndose, la situación de desaparición de las mismas se ha prolongado en el tiempo, incluso hasta nuestros días. Todo ello, en el contexto y conexión antes mencionados.

En el caso de las víctimas que pueden estar vivas, se debe tomar muy en cuenta en la investigación los casos de aquellas personas que durante su primera infancia o preadolescencia, fueron “sustraídos” “legal” o ilegalmente, según se ofreciera cobertura aparente desde el Estado o no frente a sus madres naturales durante la guerra o, principalmente tras la misma y los de aquellos menores que fueron “recuperados” contra la voluntad, o sin ella, de sus progenitores, en el extranjero, entre 1939 y 1949, a través de todo un entramado de acciones, organismos y de normas que condujeron inexorablemente a la pérdida de la identidad, hasta el día de hoy, de miles de personas que desde entonces vivieron y, en su caso, viven, sin conocimiento de cual es o fue su identidad real, por lo que los efectos del delito se mantienen incólumes.

Debe mencionarse el artículo 7 de la Constitución Española de 1931 que establecía: “El Estado Español acatará las normas universales de Derecho Internacional, incorporándolas a su Derecho positivo.
Por su parte, el artículo 65 de la misma Norma Constitucional estipulaba que: “Todos los Convenios internacionales ratificados por España e inscritos en la Sociedad de las Naciones y que tengan carácter de ley internacional, se considerarán parte constitutiva de la legislación española, que habrá de acomodarse a lo que en ellos se disponga.

26 MILLONES DE ABRAZOS
Dirigir a través de valores expresa la necesidad de dar una dirección, un sentido a nuestras vidas. Los valores de una sociedad en una memoria compartida no aparecen sólo como una secuencia de acciones al azar, deben producir un sentido para que arraiguen entre nosotros.

Los valores no sólo dan sentido a la vida, también marcan las pautas de nuestro comportamiento y forma de vida. Los valores dan jerarquía y permiten vivir con honorabilidad frente a un debate en torno a cualquier conflicto.

Los valores que sustentan los grandes principios de la nobleza son esenciales para dirigir y encauzar nuestras vidas dentro de un mismo espacio. Nada se entenderá en los momentos confusos de una vida si no se hace construyendo, formulando y expresando unos valores o principios colectivos que puedan guiar el proceso de vida hasta el último de nuestros días. A buen seguro la memoria de nuestra propia existencia es la que hará que nuestros ojos se cierren por siempre jamás, con la conciencia de habernos ganado el patrimonio de las emociones que guardó la memoria de nuestras propias familias y que uniremos al patrimonio de nuestras emociones vividas. Ese será el mayor patrimonio inmaterial que los demás recibirán de cada uno de nosotros cuando dejemos de respirar.

Una buena manera para expresar valores es la imposición individual y colectiva de principios como patrimonio de todos que integre la nobleza de pensamientos distintos. La nobleza debería contener una serie de grandes principios que puedan guiar y dar sentido a las acciones de los seres humanos.

La nobleza es un continuo ejercicio de generosidad que debe presidir un debate, una reflexión y una forma de vida.

La nobleza en la memoria debe atesorar los recuerdos vividos por cada ser humano, arrancando de ellos las capas de miserias que todos arrastramos a lo largo de nuestras vidas, como residuos putrefactos que no deben ensuciar los principios más básicos que hacen que nos definamos como seres honestos, con la decencia de la nobleza también en una memoria compartida.

Se hará necesario valorar positivamente los errores cometidos, las dificultades y conflictos, en la medida en que están revelando oportunidades de aprendizaje. Se hará necesario conocerlos y apreciarlos, porque de reconocer los errores depende la oportunidad para lograr una mejor forma de vida colectiva.


MADRES DESAPARECIDAS, MUJERES OLVIDADAS
“Contando la verdad silenciada”


5 de diciembre del año 2020.